CRITICA
A LA LEGALIZACIÓN DE LA MARIHUANA
Julio María
Sanguinetti, abogado y periodista, fue presidente de Uruguay (1985-1990 y
1994-2000).
Ya es un tópico en los tiempos
que corren decir que la política represiva del consumo de drogas ha sido un
fracaso y que ha llegado la hora de su legalización. Antes que nada digamos que
el fracaso está mucho más en la sociedad contemporánea, que desde hace medio
siglo ha sido ganada por un consumo devastador que todos los días nos cobra
vidas, algunas tan notorias como la del actor Philip Seymour Hoffman,
recientemente fallecido. Mientras las juventudes no sientan que sus vacíos
espirituales, sus angustias existenciales o sus aventureras rebeldías no se
saciarán con paraísos artificiales, habrá una demanda y, como inevitable
consecuencia, existirá una oferta. Ser o no ser, esta es la cuestión, que
dijera el célebre inglés.
A partir de esa demanda, la
represión efectivamente no ha logrado —ni logrará— la erradicación del consumo.
Su enfrentamiento a las redes del narcotráfico, sin embargo, han servido para
detener su avance sobre el poder político y la influencia social. Si Colombia
no hubiera resistido como lo ha hecho a la narcoguerrilla, ¿no es razonable
pensar que hoy tendríamos un Gobierno digitado por los herederos de Pablo
Escobar?
Lo que claramente decepciona es
que siendo una prioritaria cuestión de salud, no se estén realizando las
campañas preventivas que informen sobre los males que hoy sabemos
fehacientemente que producen las adicciones, aun la célebre marihuana, que
durante años fue tomada como inocua y hoy nadie duda, en la comunidad
científica, de sus perniciosos efectos sobre la concentración, la depresión, la
paranoia, la memoria y aun la inteligencia. También se sabe que aumenta el
riesgo en los accidentes de tránsito, universalmente prevenidos en el consumo
de alcohol y de más difícil control en su caso.
Nadie deja la heroína para fumar
cannabis, mientras que el camino inverso es más verosímil
En mi país, Uruguay, desde hace
muchos años está despenalizado el consumo personal y la tenencia de una dosis
acorde con esa finalidad. Ahora, en medio de una formidable improvisación, se
ha dictado una ley en la que el Estado asume el control universal de la
plantación, comercialización, importación e industrialización del cannabis.
Particularmente detallista, autoriza a las farmacias a venderle 40 gramos de
marihuana por mes a quienes se registren oficialmente. Al mismo tiempo, se
habilita el autocultivo de hasta seis plantas, con una cosecha máxima de 440
gramos y el cultivo en clubes de 15 a 45 socios, con un máximo de 99 plantas,
que podrán producir la cantidad proporcional al número de sus integrantes. Se
añade, ilusoriamente, que las variedades a plantar serán proporcionadas por el
Estado y ninguna rebasará el principio de 0,5 de THC.
La propuesta nació bajo la
proclama de evitar que se difunda el consumo de drogas peores y de reducirle al
narcotráfico su espacio de actuación. Lo primero se ha demostrado sin
fundamento por todas las cátedras y entidades de expertos en toxicología: nadie
deja la heroína o la abominable “pasta base” para fumar marihuana, mientras que
alguien que pasa esta barrera psicológica queda en posición de mayor riego para
caer en la adicción a otros psicotrópicos más destructivos. En cuanto al
narcotráfico, resulta ingenuo pensar que se le reducirá el mercado cuando
seguirá comercializando todas las demás drogas y podrá estar detrás de ese
jolgorio de plantaciones individuales y colectivas que cuesta pensar que el
Estado podrá realmente controlar.
No ignoramos que en el mundo la
tendencia que crece es la desregulación. Pero más por resignación que por la
convicción de que la libertad nos lleve a la moderación. Bajar los brazos de
este modo, proclamar la incapacidad de la sociedad para evitar la difusión de
drogas y darle a los jóvenes la señal de que es algo permitido no nos conducirá
a buen puerto. Que se estructuren políticas de reducción de daños y que
internacionalmente procuremos mejores mecanismos de prevención parece impuesto
por las circunstancias. Pero que individualmente un país se lance a la ventura,
como en su tiempo lo hizo Holanda, no abre un camino de esperanza.
¿Cómo se explica que hayamos
hecho tanto esfuerzo, y exitoso, para reducir el consumo del tabaco y ahora nos
resignemos a que la marihuana circule como una bebida refrescante? ¿Quién ha
demostrado que es “progresista” combatir el tabaco y “conservador” oponerse a
la legalización de la marihuana? La cuestión es demasiado seria y compleja para
reducirla a mágicas medidas de ingeniería social.
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http://elpais.com/elpais/2014/03/28/opinion/1396004815_356383.html
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